Con el cambio de gobierno y la crisis económica algunos proyectos en curso han quedado paralizados. Por eso, para que el trabajo no muera en una carpeta olvidada del ordenador he decidido publicar aquí este artículo que escribí hace un tiempo.
En 1951 el compositor y artista John Cage pidió a unos ingenieros de la Universidad de Harvard entrar en una cámara anecoica. Estos espacios, empleados para someter a pruebas distintos materiales, se caracterizan por neutralizar los fenómenos de difracción y reflexión de la onda acústica como también aquellos fenómenos derivados de las ondas electromagnéticas. El objetivo de la cámara anecoica es observar la forma en que se comportan los sonidos en lo que se denomina un ‘campo libre’ – esto es, un espacio que carece de obstáculos – y también observar la resistencia de determinados materiales de forma aislada – véase por ejemplo una antena o el acero que será utilizado en la construcción de un avión. De este modo, la cámara anecoica somete al material a unas condiciones de irrealidad donde en definitiva podemos observar a los materiales bajo sus propias particularidades físicas.
Cámara anecoica del Institut für Technische Akustik en la Technische Universität de Berlín
John Cage solicitó entrar en una de estas cámaras anecoicas cuando todavía no había dado el vuelco a la teoría musical, cosa que sucedería muy poco después y en cierto modo como consecuencia de lo que experimentó en ese espacio. Con el cuerpo recluido entre las seis caras de material aislante y absorbente de la cámara, él mismo quedaba sometido a la ausencia de fenómenos externos. En esas condiciones el músico y compositor estadounidense escuchó dos sonidos: uno grave y otro agudo. De este modo lo describiría Cage unos años más tarde en su escrito Música experimental (1957):
« (…) Cuando se lo conté al ingeniero encargado, me explicó que el agudo era mi sistema nervioso en funcionamiento; el grave, mi sangre circulando. Hasta que muera habrá sonidos. Y éstos continuarán después de mi muerte. No es necesario preocuparse por el futuro de la música»[1]
Este evento supuso un punto de inflexión no solo para John Cage sino también y como consecuencia de su influencia, para la creación musical y artística contemporáneas. A partir de entonces Cage hablará de la “música no-intencional’ para referirse a todos aquellos sonidos que suceden en el espacio y el tiempo y para los que los individuos no son a priori ejecutantes. Sonidos carentes de propósito musical que se incorporarán desde entonces a la práctica musical, pero también a aquella performativa y artística – ámbitos estos últimos donde la inclusión de la temporalidad sonora implicó un avance radical. Así sucedió también en el espacio público, un espacio que en toda su extensión se nos presenta como ‘antianecoico’, entendiendo ahora por este término aquel espacio donde precisamente la riqueza reside en la diversidad de particularidades sonoras que suceden en tiempo real y en lugar específico. El conjunto de calles, plazas y edificios que en abstracto denominamos ‘ciudad’ como representación última de lo urbano se compone asimismo de múltiples eventos sonoros derivados de las múltiples actividades que en ellos tienen lugar. Lejos de absorber y aislar los materiales, la arquitectura y los espacios de la ciudad se presentan como contenedores que acogen los sonidos y actúan como su caja de resonancia. Esta capa sonora configuraría la así llamada por Cage “música no-intencional” o lo que comúnmente en la actualidad se denomina el paisaje sonoro de nuestros entornos.
Cabe la posibilidad, como de hecho sucede desde hace cerca de medio siglo, que sobre esa capa sonora se sume otra, esta sí intencionada, que incorpora elementos sugerentes y de gran interés en el espacio público. Este nivel adicional correspondería a la instalación sonora, un ámbito que despliega ante sí argumentos variados para su estudio desde la música, el arte, la arquitectura, la antropología e incluso la sociología. De los temas susceptibles de ser estudiados, además por supuesto de aquellos relacionados con su propia morfología sonora, bien vale resaltar lo que de social puede plantear una creación sonora en el espacio público. No solo porque desde esta perspectiva se hace verdaderamente pública, sino también porque es precisamente ese aspecto el que la convierte en herramienta artística, estética y funcional para ser tomada y utilizada por el ciudadano en un espacio que – si bien no posee – le pertenece, lo recorre y lo habita socialmente.
La conexión del arte público sonoro con el concepto de arte contextual con el que Paul Ardenne agrupa un determinado tipo de acciones y obras artísticas en el espacio público resulta clarificador en este sentido. Sigue a continuación la descripción que del mismo hace Ardenne en su libro homónimo:
« (…) el arte contextual es el arte de intervención y arte comprometido de carácter activista (…) arte que se apodera del espacio urbano o del paisaje (…) estéticas llamadas participativas o activas en el campo de la economía, los medios de comunicación o del espectáculo.»[2]
Pensando la creación sonora en el espacio público en estos términos queda al descubierto la potencialidad que suma el empleo del sonido al contexto urbano. Por lo que este tiene de invisible y la capacidad que sin embargo posee para generar percepciones espaciales como también cognitivas y sensoriales, el sonido se torna un material precioso para su elaboración en la esfera pública. Tomado desde los discursos artísticos a los que alude Ardenne la creación sonora tiene la capacidad de acoplarse a los espacios junto a la temporalidad del resto de acciones que suceden en ellos, todo sin renunciar a dichas particularidades sino por el contrario reforzándolas e incluso cuestionándolas. La música no-intencional mencionada anteriormente y el lugar específico encuentran de este modo a través de la instalación sonora un matiz que los hace a ambos más notables, valiosos y significativos.
Una distribución acertada del sonido en el espacio es capaz de evocar la memoria, el recuerdo del instante y sin lugar a dudas propiciar un encuentro más cercano del ciudadano con la estructura urbana. Asimismo el sonido en el espacio público, frente a la multitud de imágenes que parecen poseer un mensaje en principio más cerrado, posee el descaro y la insinuación de la temporalidad finita. Un evento sonoro conecta por un tiempo finito y sin previo aviso con la escucha, atenta o no, del ciudadano. Desde ahí parte históricamente la creación sonora y desde ahí fluye su posterior desarrollo como su actual estudio. Sonidos de distinta índole, desde una frecuencia única a polifonías de voces, desde complejos entramados sonoros a traducciones de eventos en secuencias sonoras, toda la estructura sonora de una instalación pasa por el oído del ciudadano que la procesa en un espacio y en un contexto social específico que está siempre en movimiento y por lo tanto en continua transformación. Lo que resulta ciertamente interesante es el grado de conexión que establece la instalación sonora con los receptores – ciudadanos – que en la mayoría de los casos desconocen que se trata de una intervención artística. De este modo, el cuerpo social de una ciudad, esto es sus habitantes y transeúntes, no reciben este arte público al que nos referimos como algo notable y patente al modo en que busca hacerlo un monumento, sino que lo recibe desde la cotidianidad del momento presente y el conjunto de eventualidades que lo componen, ya sean estas culturales, políticas, económicas o simplemente sociales.
Por lo tanto, encontramos en la instalación sonora el nexo de unión entre la música no-intencional de la ciudad y la escucha del ciudadano. Un lugar común a ambos que busca entre la riqueza de la interferencia, la multiplicidad y la reverberancia – esto es, que se sirve de lo ‘antianecoico’ – para encontrar un receptor activo y participativo, un ciudadano que recupera la percepción de su entorno y lo cuestiona – sin necesariamente saberlo – desde los criterios estéticos, sociales, políticos y funcionales que pone en marcha el concepto de creación en el espacio público en la actualidad.