Cada sábado, entre las 2 y las 6 de la mañana, me acuerdo de John Cage y las palabras con las que comenzó su escrito El futuro de la música:
Dondequiera que estemos, lo que escuchamos es, en su mayor parte, ruido. Cuando lo ignoramos, nos perturba. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante.
Siempre las había leído con entusiasmo, pero cuando las recuerdo de madrugada pienso, la belleza del ruido es relativa, así que John, no todo depende de una escucha atenta e intencionada, sino también de la duración y del resto de circunstancias, especialmente las de recepción, y eso -pienso con un cabreo razonable provocado por la situación – lo sabías. Debajo de mi ventana hay un bar más bien feo y ruidoso, muy ruidoso. El motivo, unos enormes vasos de cerveza que se comenta que tienen muy buen precio. Este otoño veraniego que nos brinda Madrid hace las delicias de los dueños del bar que cada noche, como si de un regalo recién abierto se tratara, sacan con ilusión unas cuantas mesas a la calle. Los sábados, el fervor popular que lleva a frases míticas de las que suelen escucharse en el transporte público como: «¡esta noche me voy a pillar un pedo!» hacen que nuestro bar, llamémosle X, esté lleno de gente – estoy tratando de ser educada, de madrugada nunca les llamaría así.
Todos sabemos el efecto que surte la ingesta de alcohol sobre los cuerpos, más o menos henchidos, de los humanos. Una suerte de transformación hace de la voz humana una amalgama de chillidos que progresivamente sufren una degradación que las lleva a parecer – según los tonos de voz – graznidos, gruñidos o gritos primigenios que uno imagina del individuo prehistórico o también de Tarzán en la selva llamando a Chita. Pero no nos imaginemos uno solo de ellos, sino muchos, tantos que son capaces de entretejer una columna de sonido ascendente que sube hasta mi casa, atraviesa la ventana y me perfora los tímpanos. Obviamente yo no he bebido esas copas de cerveza así que todavía soy capaz de – atenta – escuchar con intención el sonido fascinante al otro lado de mi ventana. Tan fascinante es y tan atenta estoy que no consigo conciliar el sueño. No me importa al principio, todavía albergo la esperanza de que mi cansancio pueda con el ruido, pero no. Trascurre el tiempo y el serialismo de los gritos empieza ya a molestarme. ¿Será que cuando comienzo a quedarme dormida pierdo la atención y entonces lo fascinante se convierte en horrible? Puede ser, el caso es que el ruido ya me irrita. Recurro a los tapones – de espuma, de cera, de silicona… – no sirven para nada así que busco mi ipod mini que se ha descargado. Maldita sea, solo quiero escuchar un sonido cercano que eclipse el ruido de fondo – que a estas alturas y después de mis frustrados intentos por paliarlo tiene unos niveles ya insólitos. Así que me voy al salón y pongo música clásica en la radio, no soy capaz de recordar nada de lo que escucho pero sí de que lo escucho sobre los cojines del sillón mientras de fondo, en cada pausa de la música, me martillea el oído derecho que queda desamparado del cojín que cubre el izquierdo, el tumulto insoportable que ya tiene completamente alterado a mi sistema nervioso. En esas circunstancias pienso en levantarme y escribir este post como fármaco contra el enfado, pero realmente estoy cansada ¡solo quiero dormir!
Por la mañana (no recuerdo en qué momento conseguí quedarme dormida) me levanto y pienso en las torturas ejercidas sobre algunos presos de Guantánamo. La privación del sueño mediante la emisión de música a niveles muy altos. Claro, no es lo mismo, pero en definitiva esto me hace relacionarlo con aquello. Lo que convierte en insoportable ambas situaciones es su duración y el hecho de encontrarse sometido a ellas sin apenas capacidad de respuesta. Al final del texto Cage se refiere – en una clara alusión a Varese – a la organización del sonido. Organización que ambos pondrían en práctica en el tiempo y en el espacio. Lo frustrante es no poder manejar esos sonidos como a uno se le antoja. Pienso en convertir la casa en una suerte de Merzbau sonora pero pienso de inmediato que sería demasiado caro y demasiado complicado. Creo que el problema está – claramente – en que presto demasiada atención al sonido que se cuela por doquier hasta mis oídos. Probablemente la versión más barata de esa transformación sonora de la casa y el recurso más efectivo contra el ruido sea montar cada sábado una fiesta que dure hasta el amanecer. Voy a pensar sobre ello.